Como si de caminar se tratara, la humanidad lleva miles de años en un proceso continuo de aprendizaje, en algunas áreas pareciera que incluso aprendimos a volar (y de hecho lo hicimos), sin embargo, en la condición más básica de la existencia humana, la convivencia, somos un niño que no logra ponerse de pie y empezar a caminar, nos cuesta ser conscientes de todos, controlarnos, aceptar nuestras caídas y, claro, empezar a andar.
En ese “caminar” Colombia se ha caído y lastimado como pocos países y es difícil encontrar un momento en nuestra historia donde no se haga referencia a una guerra o época de violencia. La continuidad ininterrumpida del dolor, sufrimiento, muertes y odio ha abonado el suelo para que crezcamos en una hermandad donde la violencia pareciera ser el único común denominador; señalando, juzgando e incluso maltratando a todo aquel que no piense y actúe como yo.
Hemos escogido para nuestros hermanos los adjetivos más indignos y agresivos para desproveerlos de cualquier vestigio de humanidad posible y así empezar a entenderlos como un “enemigo” y luego de ello, dejar sin límites a nuestro odio: lo que hagamos o hagan otros con ellos será validado y tendremos la capacidad de excusarnos bajo cualquier pretexto de porque ellos son los malos y nosotros los buenos.
Reducir la coyuntura nacional en términos de “izquierdas y derechas”, seguidores de uno o de otro, “victimas o victimarios” o “vándalos” y “gente de bien” solo acentúa en la polarización extrema los obstáculos que hemos cargado históricamente para encontrar acuerdos en los disensos; pareciera que se nos olvidó que la idea de un Estado democrático no está en los consensos sino en el respeto y dialogo que se pueden formar entre las diferencias.
Para caminar en conjunto debemos abrazar a aquel que encuentra en la protesta social una forma de exigir sus derechos, dar la mano a la emprendedora que debe cerrar su negocio por el paro, rechazar con unanimidad cualquier tipo de violencia realizada, dejar de pensarnos en cuestión de dos bandos como si estuviéramos en una guerra, guardar las armas y alzarnos en almas creyentes y fortalecidas en la esperanza un país mejor, un país incluyente, donde sus gobernantes primero escuchen a sus ciudadanos, donde en definitiva la prioridad sea el desprotegido.
Si entendemos que la vida de aquel que no comulga con mis ideas vale tanto como la mía y sé reconocerlo como un ser humano digno, con historia, con propuestas y como hermano; seremos capaces de ponernos de pie, mirar al horizonte y dar un paso a la esperanza.
(Boletín Salesiano)